Por Sebastián Lorenzo, para Perfil.
A medida que la inteligencia artificial se expande en nuestras vidas, surge la preocupación sobre su impacto ambiental: ¿puede la IA mitigar su propio consumo energético y la explotación de recursos naturales, o contribuirá a un mayor deterioro del medio ambiente?
A medida que la inteligencia artificial se integra en nuestras vidas sin que lo percibamos de manera deliberada, surge la cuestión de cómo esta tecnología impacta en el medio ambiente. Desde que ChatGPT popularizó la IA en 2022, pasando de ser una herramienta en manos de expertos a una tecnología de uso masivo, su presencia ha crecido rápidamente. Pero ¿qué sucede cuando este avance que promete facilitarnos el día a día empieza a exigir cada vez más de los recursos naturales de los que tanto depende?
La infraestructura que sostiene la IA requiere una demanda energética descomunal. Los centros de datos que procesan la información necesitan refrigeración constante para evitar sobrecalentarse, un proceso que consume millones de litros de agua y grandes cantidades de electricidad. Este gasto no es menor: sólo en 2022, los centros de datos representaron alrededor del 1% del consumo mundial de electricidad. Según fuentes como la Agencia Internacional de Energía (AIE), esta proporción de consumo energético es significativa, especialmente considerando que se espera que aumente con la expansión de aplicaciones avanzadas de IA como los modelos de lenguaje generativo. Por ejemplo, cada consulta a un modelo de IA como GPT-4 puede consumir hasta diez veces más energía que una búsqueda tradicional de internet, lo que subraya el impacto energético asociado a estas tecnologías en auge. A pesar de esto, el atractivo de la tecnología continúa ganando terreno, incluso cuando comienza a observarse su impacto en los recursos naturales y la huella de carbono.
Minerales como el litio y el cobalto para fabricar dispositivos que soporten los modelos de IA, especialmente aquellos de alta potencia, son otro de los puntos clave. La extracción de estos minerales esenciales para la tecnología está teniendo consecuencias ambientales y sociales devastadoras en regiones como América Latina, África y Asia, donde los ecosistemas locales se ven gravemente afectados. En particular, en la República Democrática del Congo, la explotación del cobalto, fundamental para las baterías y otros dispositivos electrónicos, pone en riesgo la salud y la seguridad de trabajadores y comunidades. Un informe de Amnistía Internacional (2023) revela que, además de peligros laborales, las comunidades locales enfrentan amenazas a sus derechos humanos, incluidos desalojos forzosos, condiciones de vida inadecuadas, y en algunos casos, trabajo infantil. Esto subraya el elevado costo humano de la creciente demanda tecnológica global.
No menos preocupante es el impacto de los residuos electrónicos: la ONU estima que en 2021 se generaron 57 millones de toneladas de residuos de este tipo, de los cuales solo el 17% se recicló correctamente. Y mientras estas cifras crecen, lo hace también la tensión con las comunidades locales que dependen de los mismos recursos naturales.
A pesar de todo, la IA también emerge como una herramienta potencialmente poderosa para el beneficio ambiental. En la agricultura, ya está ayudando a mejorar el uso de recursos con sistemas de riego inteligentes y análisis de suelos, reduciendo así el consumo de agua y la necesidad de fertilizantes y pesticidas. En el monitoreo de la biodiversidad, la IA ha permitido seguir las migraciones de especies y detectar patrones en los ecosistemas, aspectos esenciales para su protección. Sin embargo, ¿son estas contribuciones suficientes para equilibrar el impacto que causa la tecnología en su desarrollo?
El sector energético también puede beneficiarse de la IA, que ya juega un papel en la predicción y distribución de energías renovables. Las redes eléctricas inteligentes utilizan IA para ajustar el suministro en tiempo real y reducir el desperdicio, un paso importante hacia una transición energética que minimice las fuentes no renovables. Si se implementa adecuadamente, la IA podría no solo reducir su propio consumo, sino también contribuir a un sistema energético global más sostenible.
Pero aquí reside una paradoja ineludible: la IA es a la vez una consumidora intensiva de recursos y, al mismo tiempo, una tecnología con el potencial de mitigar los mismos problemas que genera. Este ángel y demonio de la sostenibilidad plantea un interrogante ético que no podemos ignorar: ¿cómo deberíamos gestionar y regular el desarrollo de la IA para que proteja el ambiente y beneficie a las generaciones futuras? Mientras la tecnología avanza, la responsabilidad de guiarla de manera consciente recae en políticas efectivas que puedan regular el consumo de recursos y fomentar la economía circular en una industria que demanda tanto de la naturaleza.
En última instancia, la IA puede convertirse en un ángel que contribuya a la preservación del planeta o en un demonio que lo degrada. El desenlace depende de cómo se logre equilibrar su potencial innovador con la sostenibilidad ambiental que todos compartimos. Es crucial que la fascinación por la tecnología y sus resultados inmediatos no nos hagan perder nuestra perspectiva humanista y de futuro.